domingo, 17 de julio de 2011

La simpleza de los días.


A Juan Pablo.

Ese miércoles me desperté bien temprano. Tenía que ir a la Facultad, a buscar la nota de Gramática. Era la última clase. (¡Por suerte! Pues no me gusta la Gramática). Abrí los ojos y lo ví. Ahí estaba. Sentado en la silla que está al lado de mi cama. Sonriendo.
 Hacía ya un tiempo que venía en usted pensando. Esporádicamente. (Aunque últimamente lo hacía con más frecuencia) Vaya a saber uno por qué... Lo ví y sonreí. Y luego sonreí por ser usted el primer pensamiento que se me vino a la cabeza. Suelo pensarlo a usted hasta en los momentos más inoportunos. Casi sin percibirlo. Casi sin poder controlarlo, cuando me atacan los recuerdos.
Pensé entonces que ese miércoles me decidiría a escribirle, ya que hacía un tiempo no recibía noticias suyas. Pensé que me gustaría saber cómo terminó aquello de Economía (si es que terminó). Pensé que me gustaría saber cómo lo trata este invierno. Pensé en usted y pensé en Roberto y Roberto pensó en Roberto y Roberto pensó en usted.
Cómo sea. Me levanté dispuesta a compartir mi día con usted. Algo así como jugar al amigo invisible. Desayunamos café con leche y tostadas. Luego caminamos hasta la parada del colectivo y tomamos el 179, hasta Pompeya. Íbamos muy tranquilos. El día estaba despejado y el Sol nos pegaba en la cara. Eso nos adormecía un poco. Yo iba leyendo cuentos de Bukowski, los leía lo suficientemente fuerte para que su Roberto los pudiera escuchar. Por momentos me aburría, entonces imaginaba distintos sombreros, extravagantes, coloridos, en la cabeza de los pasajeros. Eso me lo enseñó mi profesora de Teatro, ella lo hace cuando se aburre ¿y sabe qué? estuve implementándolo y es muy divertido, la verdad.
Cuando llegamos a Pompeya conseguimos lugar en el 85 y nos sentamos. Venía algo vacío. Usted de vez en cuando se paraba y hacía algún gesto con la cara que me hacía reír.  Los pasajeros habrán pensado que yo me reía sola. Nos bajamos en Rivadavia y Puán. Y caminamos. Tiene razón, esas cuadras están llenas de árboles. De todo tipo. De todos los colores. Para el agrado de la dama o el caballero. Tiene para elegir. Son altos, majestuosos, intimidantes. Usted me ignoraba, o fingía hacerlo. Caminaba por la vereda de enfrente. Y yo por la otra, cantaba Beatles a gritos. De tanto en tanto lo miraba de reojo y usted sonreía avergonzado. Eran cerca de las once de la mañana. Seguramente habremos despertado a más de uno cantando “all you need is love”. Luego crucé a su vereda y usted caminó al lado mío.  Usted es de las pocas personas que me conocen, ¿sabe? Pues, siempre voy cantando cuando camino. Alivio así el peso.
Cuando llegamos (tarde) la clase ya había empezado. La profesora se acercó a darme mi parcial. Estaba muy mal resuelto, pero aún así me alcanzó: aprobé Gramática “aunque uno nunca sabe si entendió”. Me fui de la clase y caminé hacía Rivadavia, perdida en pensamientos: en cómo el amor es una sensación hermosamente pasajera y cosas así. ¿Sabe? Pocas son las certezas que tengo hoy. Creo que las puedo contar con los dedos de una mano. Como que me gusta el café con leche, eso lo sé seguro. Las dudas tienen como un efecto dominó. Como si camináramos todo el tiempo por arenas movedizas. ¿No siente eso a veces? Cuando se despierta una duda muy fuerte, hace efecto dominó: despierta otras dudas. Sobre otras cosas. Que no siempre tienen que ver con lo que está en juego. Pero cuando algo se cae, y ya no lo soportas más, empezas a cuestionar todo lo demás…Cuando la incertidumbre en cuanto a una cosa es intolerable, no soportas ninguna otra incertidumbre, por más pequeña que sea. Digamos, es normal tener incertidumbres. Pero cuando llegas a un punto en que la certeza desapareció por completo, cuando dudas de algo inmenso, entonces todas esas incertidumbres que tenías te empiezan a pesar. Es como que al principio son solo gotas dentro de un vaso, cada duda es chiquita, pero se van juntando y juntando y juntando hasta que el vaso se llena y todas esas pequeñas dudas se transforman en algo ya insoportable.

Pero no nos desviemos del tema, le estaba contando: me fui de la clase entonces, y caminé divagando en ideas y pensamientos. En ese momento lo perdí de vista. Lo perdí o me distraje… y usted aprovechó para ir a tomar un helado. Hay una heladería en la esquina…pero nunca supe bien si le gustaba o no el helado. Cuando sentí su ausencia, volví sobre mis pasos y ahí estaba. Me alegré de volverlo a ver. Caminamos callados y nos subimos a la línea A. La línea A nos sienta bien ¿sabe? Hay asientos de madera, luz tenue y ese viento frío que entra por la ventana abierta, que siempre te recuerda que estás vivo. Nos gusta el viento. Ya sabemos por qué. Nos cantaba Jorge Drexler cuando salimos a la superficie. Estación Congreso. Nos tomamos, entonces, el 37. Tenía que ir hasta Ciudad Universitaria a buscar el analítico del cbc para llevar a Puán. El papelerío nunca me gustó. Nunca lo entendí. Usted seguía acompañándome, ¡vaya que me tuvo paciencia!. Me gusta mucho el 37 que va hasta Ciudad Universitaria. Se mete por los Bosques de Palermo y es un paisaje muy agradable dentro de lo cruel que puede ser esta ciudad. Ahí también hay frondosos árboles. Y con el Sol asomando entre ellos, uno tiene para Robertear largo y tendido. Es linda Buenos Aires cuando quiere. El Sol me daba justo en la cara. Me quedé dormida con el Vientito de Tucumán. No me había sentido muy bien últimamente, el descenso de River terminó por liquidarme. Lo recordé cuando ví la cancha desde Cuidad Universitaria. Cuando desperté usted todavía seguía ahí. Iba concentrado en el viaje, mirando por la ventana. No le asombró mi despertar. Yo no dije nada. No hizo falta. Nos bajamos y fuimos a hacer el trámite. No resultó como lo esperaba… Genise se había olvidado de firmar un acta o algo similar a eso y yo figuraba “ausente” en las clases de Filosofía. Por lo cual, tuve que presentar un reclamo o algo por el estilo. Espero que eso se resuelva pronto. Volvimos en el 37. Esta vez agarró por Costanera. También me gusta el recorrido, bordeando el río. Apoyé mi cabeza sobre la ventana y me dormí mirando los balcones de los edificios de Buenos Aires. Esos que tienen rejas de hierro color negras, con formas diferentes, antiguas… me gustan mucho. Desperté en Lanus y usted ya no estaba. No tengo idea de cuándo se habrá bajado. Allí tuve que tomar otro colectivo a mi casa. En este no pude dormir porque tuve que viajar parada. Aunque eso no siempre es un impedimento. El 405 me deja a dos cuadras de casa. Las caminé pensando en que en cuanto llegaría, le escribiría a usted contándole sobre el día que habíamos vivido juntos, ya que hacía un tiempo no recibía noticias suyas. Pensé que me gustaría saber cómo terminó aquello de Economía (si es que terminó). Pensé que me gustaría saber cómo lo trata este invierno. Pensé en usted y pensé en Roberto y Roberto pensó en Roberto y Roberto pensó en usted.
Cuando llegué a casa mi hermana tomaba mates. Desparramé las cosas sobre la mesa. Me saqué el saco. Me senté. Tomé uno. Prendí la computadora. Tomé otro. Abrí el correo. Tomé otro. Mire. Bajé con la flechita. Y me detuve frente a la pantalla un segundo. Usted me había escrito. ¿Acaso me ganó de mano o algo así? No podía creer entonces, la ¿casualidad? de los hechos… había estado pensando todo el día en usted, y al llegar, encontrarme con esto. Le digo que fue una grata sorpresa. Genial manera de terminar nuestro día. Me gustó mucho lo que me escribió. Me halagó. Mucho. Se lo agradezco. Me alegra saber que no soy la única que no entiende dónde se usa el punto y coma. Espero verlo pronto. Donde sea;

                                                                                                                                         Eugenia.

1 comentario:

  1. Recuerdo aquel día que solo nos comunicábamos mediante frases de los Redondos.

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