jueves, 25 de agosto de 2011

Sobre el amor.

                                    
     “Uno sólo conserva lo que no amarra”


Alguna vez sintió la incertidumbre de no saber si se encontraba en el lugar correcto. Es que, físicamente, sólo tenemos la posibilidad de estar en un sitio a la vez. Y, ¿cómo sabemos si ese sitio es el mejor en el que podríamos estar? Quiero decir, en el que literalmente podríamos estar. Una sola vez. Solo una. Ocurrió:
Experimentaba la hermosa sensación de estar en el momento justo, en el lugar adecuado. Seguramente era ese día en el que, dicen, los planetas se alinean y todo sale bien redondo. Vaya uno a saber. Por su parte, no lo supo sino hasta después de lo ocurrido.
Algún día de mediados de Enero le regalaba un atardecer para el recuerdo. Lejos de su cuidad natal, y relajada, caminaba por alguna plaza de Córdoba sin precisiones ni pretensiones, ni claros objetivos de búsqueda. Sólo por caminar.
Minutos antes había dudado en partir o no. Siempre duda. Pero por alguna razón que aún no hemos podido descifrar o por, naturalmente, el destino: le ganó a la apatía y salió sin más. Tal vez si le hubiera llevado un minuto más, o tal vez un minuto menos… no hubiera experimentado luego la certeza de encontrarse en el momento justo, en el lugar adecuado.  Pero esto no pudo pensarlo sino hasta después de lo ocurrido.
Córdoba le sentaba bien. Las callecitas eran de tierra, amplias y silenciosas. Llegó a aquella plaza motivada por la idea de ver una feria artesanal que allí se encontraba. Le habían hablado bien de ella. Se tomó unos minutos para observarla desde lejos y cruzó la calle. No era la mejor feria que había visitado en su vida. Apenas rozaba por debajo sus expectativas. Lámparas de tela, collares de caña, cuadros, ropa artesanal, aros, calzado tejido, atrapasueños, colgantes para decorar, títeres, instrumentos de madera, y… una voz. El corazón se le paralizó dos o tres segundos y luego comenzó a latir más fuerte y acelerado. Por un momento se observó desde afuera y percibió lo extraño de aquella situación. Aquella vez lo había encontrado en Tilcara, entre montañas y colores, entre melodías y porros, entre frutas y sonrisas. Volverse a ver, luego de un año resultaba casi impensable. ¿Es que acaso el mundo puede ser tan chiquito?
Pensó que no podría ser casualidad. Volvió en sí. Sus ojos estaban clavados en sus ojos (azules) ¡y esos dientes tan perfectos! No supo qué decir y se sintió absurda. Temió que eso se notara. Empezó a sentir un fuego adentro suyo y la adrenalina que se desataría en cualquier momento, siendo imposible de controlar. ¿El amor? Cómo saberlo. Pero ahí estaban: parados, enfrentados, mirándose a los ojos. Y se reconocieron, como si se hubieran visto el día anterior. Como si el tiempo no hubiera transcurrido. Como si el mundo ya no girara. Y fue eso lo que sintió: que todo se detenía alrededor, que todo se enfocaba en ellos dos y el resto desaparecía, se desvanecía entre la niebla. No creyó que sentir eso fuera posible, que era un invento del cine, de la ficción, pero sin embargo, allí estaba. Firme. Sonriendo. Por alguna razón debían volverse a ver, aquella tarde, en aquella plaza. Nunca imaginó cómo la frase “yo a vos te conozco” podría sonar tan hermosa. Entre tantas personas que hay en el mundo, entre tantos lugares, ellos dos, se encontraron. De nuevo. Un viento frío le recorrió la espalda. Respiró hondo y volvió. Hablaron, poco y nada. El vendía empanadas y sonreía. Sonreía. ¡Esos dientes tan perfectos! Luego se fue y ella se quedó ahí, detenida en el tiempo. No comprendía lo que acababa de suceder. Pero se sintió viva. Más que nunca. Pensó un instante en la pequeñez del mundo. Pero… ¿Por qué culpar al mundo? Con las vueltas del destino es suficiente, no hace falta achicar al mundo. Es mundo es el mundo. No es ni chico ni grande.
Caminó. Caminó. Y no pudo parar de pensar. Aquella vez se había culpado por no volver a verlo, por no tener la viveza de pedirle un contacto, un número, un lugar dónde encontrarlo, por no dejarse llevar por el hábito de acordar encuentros futuros. Tonta ella que pensó que eso sería necesario para volverlo a ver. Cuando uno acuerda encuentros futuros, le baja los calzones al destino y este, avergonzado, de vez en cuando se las cobra. Ella creyó, en un primer momento, que por no pasarse contactos lo perdería… Sin embargo, más tarde, tal vez se haya dado cuenta que lo hubiera perdido si le daba el teléfono. Y así lo ganó. Para siempre.
¡Qué hermosa que es la vida!- pensó.
Ella, pues, no era como todas aquellas otras mujeres. Se exponía constantemente a que le rompan el corazón o hagan con él lo que quisieran. La simpleza y la transparencia de su alma la dejaban al descubierto en cada mirada, en cada palabra, en cada gesto. Ella se dejaba llevar, enamorada de la vida, y se golpeaba fuerte. Su espíritu libre andaba solo, decidía por sí mismo, no estaba preso de ningún cuerpo humano. Era tan frágil que ante la maldad de cualquier alma despiadada, podía romperse en mil pedazos. Sensible. Espontánea. No pensaba mucho las cosas y se dejaba llevar. No le gustaba pensar mal de los demás… ¿quiénes somos nosotros para hacerlo?. Poco y nada le importaba caer, no media las consecuencias. ¿Por qué hacerlo? ¿Por miedo a sufrir? ¿Por qué tendría que tener miedo de sufrir? El sufrimiento es parte de la vida, y si no te arriesgas, nunca vas a saberlo. Del sufrimiento también se aprende.
Qué cosa las relaciones humanas. Somos seres extraños los humanos, de los peores que hay sobre la Tierra. La problemática central reside en lo difícil que se nos hace relacionarnos. Aunque todavía no entendemos bien por qué. Aunque, si partimos de la base, ni siquiera entendemos el por qué de esta vida, ¿para qué? ¿cómo se vive? Hagamos lo que hagamos, todos llegaremos al mismo final. Ahora bien, como no entendemos qué es la vida, ni cómo se vive. Propongo que, ya que estamos en el baile... bailemos, es decir, que la vivamos de la mejor manera posible. Con esto me refiero al disfrute. Aunque con respecto a ello hay muchas variantes y problemáticas. Los seres humanos, solemos tener grandes miedos. Aunque, tampoco entendemos por qué. ¿Miedo? "Si no me preocupé por nacer, tampoco me voy a preocupar por morir" ¿O no? ¿Miedo al sufrimiento? El sufrimiento es parte de esta vida, de él se aprende y es sano, ¿por qué no? Estar triste de vez en cuando te recuerda que estás vivo y que sentís. Te ayuda a crecer.
No hay que tener miedo. El miedo paraliza. Es lo peor. Si estás paralizado, no podes vivir, no podes actuar. Y si no actuas, estás muerto. ¿Miedo al sufrimiento? Esas serán, en tal caso, especulaciones. Uno nunca sabe cómo, dónde o por qué puede sufrir.
Propongo, entonces, volviendo al disfrute y volviendo a la acción... que la única salida para sobrellevar esta vida que no entendemos… es que nos amemos. Arriesgarse. ¿Qué perdemos? Nada. Como mucho podemos perder la vida, y si la perdemos, ¡¿qué?! si total ni siquiera sabemos qué es. Pues es ahí, en el amor, en la espiritualidad... (puntos que conviven en el arte) donde está lo que verdaderamente importa. Terminamos -queramos o no- necesitándonos los unos a los otros. Todo lo que necesitamos es amor.
Importa el hoy. El momento. Vivirlo. Sentirlo, dejarse llevar.
Mientras tanto ella regala besos y anda por ahí, soñando. Viviendo. Libre. En contra del amor establecido. En contra de aquellas leyes establecidas, conceptos erroneos en tanto relaciones de a dos. El amor como se concibe actualmente es represivo y es egoísta. Es dominación, conflicto de intereses y, como todo conflicto de intereses, se sustenta en pretensiones egoístas. Para ella, el otro es como una obra de arte, uno no tiene pretensiones egoístas ante una obra de arte, no la quiere para sí, no necesita poseerla, sólo contemplarla. Eso es el amor. Eso es el arte. 

viernes, 12 de agosto de 2011

Guevara.



O es que al final nunca muere el que no teme morir

La espera.


Helena sintió el ladrido de los perros desde la cocina. Tiró el repasador sobre la mesa y se asomó a la ventana. Desde allí miró atentamente cómo el cartero depositaba el correo en el buzón. Esperó a que se fuera y salió al zaguán. Se aseguró, desde allí, que este se haya alejado y corrió al buzón. Tomó las cartas y entró corriendo a la casa. Cerró la puerta agitada y ansiosa. Las observó, las manoseó y las fue desechando una por una: cuenta de teléfono, la visa, publicidad sobre las elecciones, Direct tv… y aquella. La miró por unos minutos, dudosa de abrirla. Respiró hondo, tomó fuerzas y rompió el sobre sin pensarlo demasiado. “Es ahora”- pensó. Sacó la nota. El tiempo se detuvo por unos segundos. Se sentó en el suelo sin correr los ojos de las palabras y se ahogó en el inminente llanto. Respiraba con dificultad, le costaba, le dolía. Sentía la dureza del puntazo en el medio del estómago. Y del alma. La voz no le salía. Tal vez por el cierre de su garganta, tal vez porque no existían las palabras. Duro, fuerte, desgarrador. Imparable. Sentía tener tres años. Sentía llorar como aquellas veces, aquellos caprichos. Pero no. Sentía el resentimiento de algo que se acaba de romper, el polvo de la pared que se viene abajo. La impotencia de estar quieta. La bronca, la furia. La muerte de la fe. El adiós de la esperanza. La sensación de caerse lentamente en un pozo infinito y oscuro, sin poder hacer nada para evitarlo, sin visualizar la salida, esperando caer débilmente en lo más profundo de aquel agujero y poder salir a la luminosa superficie. Permaneció largas horas tendida en el suelo del living de su casa. Sola. Afuera comenzó a llover. Entonces ya no hubo más que hacer.

jueves, 4 de agosto de 2011

Historias.

En la tarde fría del Jueves cuatro de Agosto de 2011, Magdalena, una abogada de 36 años es asaltada por dos adolescentes de 16 y 19 años, Damián y Nicolás, quienes le arrebatan su cartera y salen corriendo, en la esquina de Lavalle y Junín.
Guadalupe lleva corridos 3 km en la cinta de un gimnasio de Palermo mientras mira el programa de Viviana Canosa en la televisión del mismo.
Un verdulero pesa su último kilo de tomates del día y suspira.
En su departamento, una mujer llega al orgasmo luego de una hora de sexo desenfrenado con su ex novio mientras deja sonar por tercera vez el teléfono.
Una niña juega en el arenero del jardín, y  –sin percibirlo- se contagia 100 gramos de piojos.
Silvia busca desesperadamente las llaves en su cartera parada en la puerta de su departamento, mientras siente unas ya incontrolables ganas de hacer pis.
Darío pega un grito fuerte y desgarrador tras haber caído al suelo por la patada más fuerte que le darán en el tobillo en toda su vida.
Ezequiel acaba de cometer un faul innegable jugando a la pelota con sus amigos, en la canchita de Dos de Mayo y Carlos Tejedor.
Gerardo, portero de un edificio, se molesta al ver la falta de educación de una vecina que sube corriendo las escaleras, sin notar que él está ahí presente, empujándolo, sin pedirle permiso ni perdón y ni siquiera saludarlo.
Luna, una nena de cinco años, de risos colorados, observa con envidia cómo su compañera juega con la palita en el arenero del jardín.
Andrea corta el teléfono indignada tras haber intentado comunicarse con su hermana desde España tres veces.
Una señora llega a su casa y se da cuenta que ha perdido medio kilo de tomates en el camino, por una abertura que posee su bolsa.
Miguel se excita desde la vereda mirando a través de la ventana, cómo le rebotan las tetas recién operadas a una mujer que lleva largo rato corriendo en la cinta de un gimnasio transpirada.
En la tarde fría del Jueves cuatro de Agosto de 2011, Damián y Nicolás, consiguen sentarse a comer un sándwich de jamón y queso.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Encuentros.

Me convendría que nos juntemos mañana Miércoles 3 de Agosto en la Plaza Dorrego al horario que usted disponga. Sé que tal vez sea tarde para avisarle, pero confío en que tal vez lo vea. Espero su respuesta.
Un beso.
Eugenia.

-----------------------------------------------------------------------------------------


Buen día, como está usted.
Recién leo su correo. Lamento haberme comprometido con algo para hoy, ya que suponía yo que la posibilidad de vernos el miércoles quedaba descartada. Ya no puedo echarme atrás. Me alegro igual que me haya escrito. Ver su nombre entre tantos nombres de correos superfluos, da un poco de respiro. 
Quiero destacar algo de la charla de "reencuentro virtual" que tuvimos recientemente. Cerca del principio, usted pregunta: "¿Acaso lo estoy tuteando?" Jaja... que genial. ¡¿Y me lo pregunta a mi?! ¡¿A mi me lo pregunta?! Seguro que habrá muchas cosas interesantes para resaltar de nuestras charlas, y tal vez esa le parezca una estupidez. (Confieso que no lo creo; sólo lo digo porque el estúpido soy yo).
Le mando un abrazo, con esperanzas de que el encuentro se concrete el viernes. Sino, será otra vez.
Le dejo algo que seguro conoce; pero qué demonios importa que ya lo conozca. Si uno no termina nunca de conocerse ni siquiera a uno mismo; entiendo que lo mismo sucederá con las frases.
Hasta entonces,
Juan.
"Pequeña Muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pequeña Muerte, la llaman; pero grande, muy grande ha de ser, si matándonos nos nace."




*Aclaración: La entrada anterior "Ácido lisérgico" es un texto que escribí hoy en donde hice mención a que uno no termina de conocerse ni a si mismo. Me llamó poderosamente la atención que usted me diga lo mismo hoy. ¡Lo mismo! ¡hoy! Aunque no sé por qué me llamó poderosamente la atención. Bien sabemos que nosotros somos así. Qué genial*

Acido Lisérgico.

Aquella noche, acostados sobre el suelo frío de una terraza que acababa de conocer, tu mente volaba por los cielos más inalcanzables. Yo sólo me limitaba a mirarte y sonreír. Contemplábamos un cielo oscuro y nublado que no nos regalaba demasiadas estrellas (o por lo menos, así lo veía yo). Temblaba. Vos no. Pero aún así no quería irme de allí. Siempre me gustó mirar el cielo acostada sobre alguna superficie. Los seres humanos no le dedicamos demasiado tiempo a esas cosas. Lamentablemente. Caminamos todos los días, todos juntos, bajo el mismo cielo, sin percibir siquiera la inmensidad de este y sin percibirnos iguales ante él.
De chiquita iba al campo con mi familia. Íbamos seguido. A veces a la Mariapolis, y otras a Chavez. Nos juntábamos toda la familia. Bien sabes que tengo muchos primos. Por aquellos tiempos nuestra imaginación no poseía ningún tipo de límites y podíamos delirarla gratis, sin tener que consumir ninguna sustancia. Creo que eso es genial. Es lo malo de crecer. Perder esa imaginación ilimitada. En ese entonces no teníamos filtros, jugábamos a cuanta cosa nos pasara por la cabeza. Horas y horas jugando al beisbol, al futbol americano, persiguiendo animales, creyéndonos vampiros, corriéndonos por el pasto y, llegada la noche, nos tirábamos a mirar las estrellas, encontrando miles de formas. Tal vez por eso me gusta tanto acostarme a mirar el cielo.
En fin,  comenzaste a hablarme de la inmensidad de las constelaciones, la redondez del planeta, las incontables estrellas, cómo todo se movía, cómo todo se complementaba y te cerraba con tal exactitud. Dijiste algo así como “uy, si estuvieras en mi cabeza…”. Yo sonreí. Hablabas a una velocidad más rápida de la normal. Pensé que, efectivamente: ¡ojalá yo estuviera en tu cabeza!. Me miraste y por alguna razón te sentiste vulnerable. Supongo que es normal en situaciones así. Entonces dijiste: “¿soy insoportable, no? No crees nada de lo que te estoy diciendo que veo” y yo te dije: “si lo ves, es porque existe, y yo te creo”. Me agradeciste, entonces, mientras explicabas que otros, en mi lugar, te hubieran mandado al carajo. Fue ahí cuando me pediste que escribiera acerca del ácido y yo te prometí hacerlo. A veces me olvido que no debo prometer. Uno nunca está seguro de poder cumplir, sobretodo con cosas como estas. El arte no es por encargue. Pero no me gustaría faltar a mi palabra. No me gustaría faltarte. Así que acá estoy. Aunque no tengo bien en claro qué decir. Nunca tengo bien en claro qué decir. Convengamos que es difícil hablar sobre algo que desconozco. No me gusta hacerlo. Pero, por otro lado, uno nunca termina de conocer las cosas. No terminamos ni de conocernos a nosotros mismos. Por lo cual, no podría hablar de nada en ese caso. No podría hablar del ácido. Ni siquiera podría hablar de vos.
Cómo sea, dicen que el ácido tiene efectos psicodélicos entre los que se incluyen alucinaciones con ojos abiertos y cerrados, sinestesia, percepción distorsionada del tiempo y disolución del ego”. Bien podes dar fe de ello. Un amigo mío decía que, cuando el consumía ácido, sentía que las personalidades de las personas que estaban a su alrededor, aumentaban. Algo así como que un amigo hippie que tenía, de repente, lo veía tocando la guitarra y era el rey de los hippies o cosas así. Dicen, también, que las consecuencias del ácido sobre el sistema nervioso central son extremadamente variables y dependen de la cantidad que se consuma, el entorno en que se use la droga, la pureza de ésta, la personalidad, el estado de ánimo y las expectativas del usuario. Algunos consumidores de LSD experimentan una sensación de euforia, mientras que otros viven la experiencia en clave terrorífica. Cuando la experiencia tienen un tono general desagradable, suele hablarse de ‘mal viaje’.” Algunos me han hablado de ese “mal viaje”, recomendándome consumir ácido sólo con personas de mi extrema confianza, ya que uno nunca sabe cómo le puede pegar. Personas han intentado suicidarse, o inclusive flashado que los querían matar gente que estaba adentro del televisor. Wow.
Cuando llegué me abriste la puerta diciendo mi nombre a gritos. Yo estaba algo borracha y eso me chocó un poco. Tus pupilas estaban sumamente dilatadas. Habías tomado el ácido cerca de las once de la noche y eran las tres de la mañana. Estabas en el mejor momento. Entonces me agarraste del brazo y me llevaste corriendo a la terraza con la promesa de mostrarme algo que pude ver sólo a través de tus ojos. Cuando bajamos me contaste que habías agarrado una caja y que, al abrirla, habían salido de ella muchísimas cucarachas negras y grandes. Aún no tengo bien en claro si eso pasó de verdad o fue otro de tus delirios. En ese momento me hizo picar mucho la nariz. Es raro. Te vas a reír. Pero cuando alguien habla de insectos, me pica desesperadamente la nariz. No puedo controlarlo. No sé bien por qué sucede.
Gonza había comprado muchas frutas. Se veían bien. Tomé una banana y me dispuse a comerla. Me pediste que no lo hiciera porque eso era “un gesto demasiado sexual para tu estado de ánimo”. Yo me reí. Pensé que podría haber estado bueno tener sexo en la terraza. Aunque hacía mucho frío. En fin, no le di mucha importancia y, obviamente, seguí comiendo la banana. No sé qué habrás visto en ese momento. Te viste tentado por las frutas y me pediste que te corte una manzana. Eso hice. Pero nuevamente te sentiste susceptible y dijiste que yo te había mirado mal, que si iba a hacer eso de mala gana, no lo hiciera, que no te tenía paciencia y cosas así. Entonces intentaste cortarla vos y te cortaste la mano. Fue gracioso, por no decir divertido, sentir que, de alguna manera, dependías de mí.
Luego todo se sucedió muy bizarro. El humo gris de mi cigarrillo en la penumbra de la noche, te enloquecía, la música de Pink Floyd, el Señor de los anillos en dibujitos, el sonido de la campana llamando a la tripulación y hasta Las habladurías del mundo. Spinetta te parecía más rockero que de costumbre y, según decías, los besos sabían raro: algo así como que podías percibir con extrema complejidad todos los movimientos de la musculatura que provocaban determinadas sensaciones.
Nos pusimos a jugar al Uno. Yo no sabía cómo se hacía y fue difícil acostumbrarme. Mientras tanto tomábamos licor y comíamos brownies de marihuana con total bravura. Luego, poco a poco todo se fue desvaneciendo… como ya lo vaticinó Marx: todo lo sólido se desvanece en el aire.