Desperté con esa sensación que me ataca a veces de haber dormido dos días enteros. Sin abrir los ojos me sentí mareada y algo cansada. Parecía haber en el lugar mucha luz. Había un olor extraño que no logré reconocer sino hasta unos minutos más tarde. Percibí en el lóbulo izquierdo un fuerte dolor como puntiagudo. Despacio intente abrir los ojos. Parecían pegados. Me costó. Los abrí y volví a cerrarlos rápidamente. Es una sensación muy incómoda esa de abrir de los ojos después de haber dormido, como si fuera doloroso encontrarse de repente con el mundo.
Hice el segundo intento. Efectivamente había mucha luz. Vi en el techo dos grandes tubos de luz. Esos que tienen ese color tan tan blanco. Gire mi cuerpo hacia la izquierda. Había una persona durmiendo en una cama, al lado. Se escuchaban ruidos extraños de pasillos y voces. También el canto de pájaros en la ventana. Y ese olor que decididamente era aserrín (creo que se usa para limpiar los pisos). Recorrí mi cuerpo con las manos. Me sentía bien. (Salvo por ese dolor en el lóbulo izquierdo). Me senté sobre la cama. Refregué mis ojos. Había un ruidito regular que sonaba cada un segundo. Se parecía al despertador que tenía mi abuela en la casa de Arribeños. Las voces fueron aumentando, aumentando, casi las sentía dentro de mi cabeza cuando de repente se abrió la puerta.
Entraron a la habitación dos personas. El hombre era alto y tenía el pelo canoso. Su voz era muy grave, generaba esa sensación de murmullo difícil de precisar. (O tal vez era que hablaba así a propósito, no lo sé). Tenía el rostro perfectamente afeitado. Vestía de blanco y se asombró al verme sentada en la cama. La otra era una mujer. Morocha. Con un rodete. El hombre le llevaba aproximadamente dos cabezas. Ella tenía en la mano una especie de planilla y vestía de celeste. Lo escuchaba al hombre con suma atención. Pude percibir destellos de admiración en su mirada. A mí me examinaba de tanto en tanto, de reojo.
-Buenos días, Señora Beck. ¿Cómo ha pasado la noche? –dijo el señor vestido de blanco.
Yo lo miraba asombrada sin entender.
-Justamente veníamos a hablar con usted, es una suerte que ya se haya despertado, eso nos facilita tantísimo las cosas. Le traíamos unos papeles para que firme luego de escuchar lo que tenemos que comentarle.
Permanecí en silencio, observándolos. Se miraron entre ellos. Ella se encogió de hombros.
-Bien, ¿se siente bien señora? Podemos volver más tarde si así lo precisa.
-No… comprendo. –dije con vacilación.
Volvieron a mirarse entre ellos y la mujer volvió a encogerse de hombros, entonces dijo:
-Bueno, señora, no se preocupe, tal vez necesite descansar más.
-No, no estoy cansada.
El hombre tomó del hombro a la mujer y le dijo “déjame a mí, Vero” y mirándome ya con un tono algo fastidioso me dijo:
-¿Ve el hombre que está en esa cama? Es Jascha Heifetz. Es un honor tenerlo entre nosotros y debe serlo para usted también, o no?
Hubo un silencio incómodo en la habitación. Ellos me miraban como esperando una respuesta. Yo seguía sin entender. Me sentí como obligada a decir algo.
-Sí… -dije tímidamente.
-Pues sí, señora, si, ¡claro que lo es! ¡Es un verdadero honor! ¡Esto hay que celebrarlo!- dijo casi gritando, acercándose a mi cama. La mujer se reía. Parecía que de repente les había agarrado una alegría incontenible. Me asusté.
La mujer se acercó a mi cama y dijo:
-Bueno, sabrá que Jascha es lituano. Imagínese el honor inmenso que es para nosotros que su familia quiera contar con las instalaciones de este hospital. Hay miles de profesionales que quisieran estar en el lugar del doctor Spadacinni. Salimos en los diarios y todo.
-Qué bien- respondí. Todo me parecía tan confuso. La mujer prosiguió:
-Es por eso que veníamos a pedirle a usted que firmase estos papeles.
-¿Yo? ¿yo que tengo que ver?
-¿Cómo qué tiene que ver? Usted, señora, es la responsable de todo esto – cuando dijo esto la mujer se me abalanzó encima para abrazarme. El hombre la detuvo diciéndole “Verónica, la señora puede estar aún debilitada, controla tu efusividad por favor” entonces mirándome, sonrió y dijo:
-Perdónela, es que esta es la oportunidad de nuestra vida, ¿sabe?
-Discúlpeme, no quisiera irritarlo, pero no comprendo bien qué tengo que ver con todo esto.
-Ah, bueno... no se preocupe, se lo explicaré las veces que sea necesario. ¿Ve ese cable de ahí? –recién ahí percibí que de mi brazo izquierdo salía un cable que estaba conectado al brazo derecho del señor que dormía en la cama de al lado y a su vez, a una computadora de donde provenía el ruidito regular- Bueno, ¡usted está usando lo último de tecnología en la medicina! Nosotros hicimos un estudio exhaustivo con el mejor equipo de profesionales del país y encontramos que su cuerpo presenta la medida indicada de linfocitos para mantener con vida a este hombre. Los linfocitos son un tipo de glóbulos blancos comprendidos dentro de los agranulocitos. Son los leucocitos de menor tamaño y representan del 24 a 32% del total en la sangre periférica. Básicamente, los linfocitos se encargan de la producción de anticuerpos y de la destrucción de células anormales. Es decir, lo que hace este cable, en resumidas palabras, es equilibrar su cantidad de linfocitos, que por suerte es muchísima Señora Beck, con las de este hombre, a quien le falta la medida de linfocitos necesaria para poder llevar una vida normal. Este hombre no es más ni menos que el mejor violinista del mundo. Es una responsabilidad gigantesca para nosotros poder atenderlo. Creemos que en nueve meses sus linfocitos estarán equilibrados para poder llevar una vida con total normalidad.
-Pero…
-Sí, eso es. Para ser más claros, señora. Digamos que este hombre vive gracias a usted. Su vida está en sus manos. Si este cable llegara a desconectarse, este hombre sufriría una descompensación irremediable que le costaría la vida.
Ambos me miraban con cara de psicópatas. Sobretodo la mujer. Empezaba a incomodarme su tono de voz y ese tic que tenía en el párpado derecho. La mujer agregó:
-Bueno, aquí están los papeles. Le comento así, como por encima, porque no tenemos mucho tiempo. Estos papeles básicamente son la autorización para que nosotros, durante estos nueve meses, realicemos las investigaciones que sean necesarias con su cuerpo para poder llevar a cabo este proyecto. Y también, entre ellos figura una declaración jurada donde usted sostiene que está de acuerdo en permanecer nueves meses internada en este hospital, bajo nuestra tutela, enchufada a esta máquina, con el fin de aportar a la ciencia médica lo que podría ser el gran descubrimiento del siglo XXI y, por supuesto, salvarle la vida a este tan prestigioso artista.
-¿Usted me está diciendo que durante nueve meses yo debo permanecer en este hospital enchufada a este desconocido?
-Bueno, señora, por favor, no hable así del mejor violinista del mundo. ¿No se siente honrada de ocupar ese rol? Muchos fanáticos de Jascha Heifetz quisieran estar en su lugar –dijo el hombre algo indignado.
-Pero… ¿Qué es esto? ¿eh? ¿esto es una broma de mal gusto o qué? ¿usted me está cargando? ¿Se volvieron locos? ¿Quién se creen que son?- dije con una violencia en la que me costó reconocerme. No entendía nada. Estaba realmente asustada. Las manos me temblaban y la voz se entrecortaba. Me exalté tan bruscamente que los médicos retrocedieron un paso agarrados de la mano. Él le dijo a la mujer al oído que buscara la inyección para que yo me tranquilice pero aún así lo escuché, entonces comencé a gritar cosas que ahora no recuerdo. Como en un estado de shock, como fuera de mí. Solo recuerdo que sentí adentro mío un fuego inminente que desembocó en un desmayo.
Más tarde desperté de nuevo en el hospital. Estaba sola en la habitación inundada por un silencio profundo (salvo por ese ruidito regular). Ya no entraba tanta luz por la ventana. Era la tarde, así que supuse que habrían pasado dos o tres horas. Tal vez más. Mire a mi izquierda y el hombre seguía estando allí. También el cable. Me quedé inmóvil observándolo. Su rostro parecía tranquilo y tenía como una mueca sonriente. “Qué ironía” –pensé. Me senté sobre la cama, mirando hacia él. Estuve largo rato mirándolo. Podría jurar que habían pasado horas, pero no fueron más que unos largos minutos. El silencio era absoluto. Observé toda la habitación. Las ventanas con postigos azules. Las cerámicas blancas. Brillosas. Las paredes blancas también, con algunas manchas de humedad que al cabo de un tiempo iban tomando formas graciosas. Había también una pequeña mesa de luz de madera donde reposaban dos veladores y una botella de agua mineral. A los pies de las camas, un sillón de tres cuerpos. Y del lado derecho de la cama de él, una gran variedad de floreros rebalsados de flores de todo tipo, algunas tenían tarjetas con algo escrito, pero desde mi lugar era imposible precisar qué.
Miré mi brazo. Me sentía algo debilitada. Respiré profundo y conté hasta tres. Conteniendo la respiración y usando toda la energía que me quedaba, arranqué de un fuerte tirón el cable de mi brazo. Dolió un poco. El ruidito regular que sonaba cada un segundo se convirtió en uno solo largo y prolongado. Entonces lo supe: había matado al mejor violinista del mundo.