miércoles, 3 de agosto de 2011

Acido Lisérgico.

Aquella noche, acostados sobre el suelo frío de una terraza que acababa de conocer, tu mente volaba por los cielos más inalcanzables. Yo sólo me limitaba a mirarte y sonreír. Contemplábamos un cielo oscuro y nublado que no nos regalaba demasiadas estrellas (o por lo menos, así lo veía yo). Temblaba. Vos no. Pero aún así no quería irme de allí. Siempre me gustó mirar el cielo acostada sobre alguna superficie. Los seres humanos no le dedicamos demasiado tiempo a esas cosas. Lamentablemente. Caminamos todos los días, todos juntos, bajo el mismo cielo, sin percibir siquiera la inmensidad de este y sin percibirnos iguales ante él.
De chiquita iba al campo con mi familia. Íbamos seguido. A veces a la Mariapolis, y otras a Chavez. Nos juntábamos toda la familia. Bien sabes que tengo muchos primos. Por aquellos tiempos nuestra imaginación no poseía ningún tipo de límites y podíamos delirarla gratis, sin tener que consumir ninguna sustancia. Creo que eso es genial. Es lo malo de crecer. Perder esa imaginación ilimitada. En ese entonces no teníamos filtros, jugábamos a cuanta cosa nos pasara por la cabeza. Horas y horas jugando al beisbol, al futbol americano, persiguiendo animales, creyéndonos vampiros, corriéndonos por el pasto y, llegada la noche, nos tirábamos a mirar las estrellas, encontrando miles de formas. Tal vez por eso me gusta tanto acostarme a mirar el cielo.
En fin,  comenzaste a hablarme de la inmensidad de las constelaciones, la redondez del planeta, las incontables estrellas, cómo todo se movía, cómo todo se complementaba y te cerraba con tal exactitud. Dijiste algo así como “uy, si estuvieras en mi cabeza…”. Yo sonreí. Hablabas a una velocidad más rápida de la normal. Pensé que, efectivamente: ¡ojalá yo estuviera en tu cabeza!. Me miraste y por alguna razón te sentiste vulnerable. Supongo que es normal en situaciones así. Entonces dijiste: “¿soy insoportable, no? No crees nada de lo que te estoy diciendo que veo” y yo te dije: “si lo ves, es porque existe, y yo te creo”. Me agradeciste, entonces, mientras explicabas que otros, en mi lugar, te hubieran mandado al carajo. Fue ahí cuando me pediste que escribiera acerca del ácido y yo te prometí hacerlo. A veces me olvido que no debo prometer. Uno nunca está seguro de poder cumplir, sobretodo con cosas como estas. El arte no es por encargue. Pero no me gustaría faltar a mi palabra. No me gustaría faltarte. Así que acá estoy. Aunque no tengo bien en claro qué decir. Nunca tengo bien en claro qué decir. Convengamos que es difícil hablar sobre algo que desconozco. No me gusta hacerlo. Pero, por otro lado, uno nunca termina de conocer las cosas. No terminamos ni de conocernos a nosotros mismos. Por lo cual, no podría hablar de nada en ese caso. No podría hablar del ácido. Ni siquiera podría hablar de vos.
Cómo sea, dicen que el ácido tiene efectos psicodélicos entre los que se incluyen alucinaciones con ojos abiertos y cerrados, sinestesia, percepción distorsionada del tiempo y disolución del ego”. Bien podes dar fe de ello. Un amigo mío decía que, cuando el consumía ácido, sentía que las personalidades de las personas que estaban a su alrededor, aumentaban. Algo así como que un amigo hippie que tenía, de repente, lo veía tocando la guitarra y era el rey de los hippies o cosas así. Dicen, también, que las consecuencias del ácido sobre el sistema nervioso central son extremadamente variables y dependen de la cantidad que se consuma, el entorno en que se use la droga, la pureza de ésta, la personalidad, el estado de ánimo y las expectativas del usuario. Algunos consumidores de LSD experimentan una sensación de euforia, mientras que otros viven la experiencia en clave terrorífica. Cuando la experiencia tienen un tono general desagradable, suele hablarse de ‘mal viaje’.” Algunos me han hablado de ese “mal viaje”, recomendándome consumir ácido sólo con personas de mi extrema confianza, ya que uno nunca sabe cómo le puede pegar. Personas han intentado suicidarse, o inclusive flashado que los querían matar gente que estaba adentro del televisor. Wow.
Cuando llegué me abriste la puerta diciendo mi nombre a gritos. Yo estaba algo borracha y eso me chocó un poco. Tus pupilas estaban sumamente dilatadas. Habías tomado el ácido cerca de las once de la noche y eran las tres de la mañana. Estabas en el mejor momento. Entonces me agarraste del brazo y me llevaste corriendo a la terraza con la promesa de mostrarme algo que pude ver sólo a través de tus ojos. Cuando bajamos me contaste que habías agarrado una caja y que, al abrirla, habían salido de ella muchísimas cucarachas negras y grandes. Aún no tengo bien en claro si eso pasó de verdad o fue otro de tus delirios. En ese momento me hizo picar mucho la nariz. Es raro. Te vas a reír. Pero cuando alguien habla de insectos, me pica desesperadamente la nariz. No puedo controlarlo. No sé bien por qué sucede.
Gonza había comprado muchas frutas. Se veían bien. Tomé una banana y me dispuse a comerla. Me pediste que no lo hiciera porque eso era “un gesto demasiado sexual para tu estado de ánimo”. Yo me reí. Pensé que podría haber estado bueno tener sexo en la terraza. Aunque hacía mucho frío. En fin, no le di mucha importancia y, obviamente, seguí comiendo la banana. No sé qué habrás visto en ese momento. Te viste tentado por las frutas y me pediste que te corte una manzana. Eso hice. Pero nuevamente te sentiste susceptible y dijiste que yo te había mirado mal, que si iba a hacer eso de mala gana, no lo hiciera, que no te tenía paciencia y cosas así. Entonces intentaste cortarla vos y te cortaste la mano. Fue gracioso, por no decir divertido, sentir que, de alguna manera, dependías de mí.
Luego todo se sucedió muy bizarro. El humo gris de mi cigarrillo en la penumbra de la noche, te enloquecía, la música de Pink Floyd, el Señor de los anillos en dibujitos, el sonido de la campana llamando a la tripulación y hasta Las habladurías del mundo. Spinetta te parecía más rockero que de costumbre y, según decías, los besos sabían raro: algo así como que podías percibir con extrema complejidad todos los movimientos de la musculatura que provocaban determinadas sensaciones.
Nos pusimos a jugar al Uno. Yo no sabía cómo se hacía y fue difícil acostumbrarme. Mientras tanto tomábamos licor y comíamos brownies de marihuana con total bravura. Luego, poco a poco todo se fue desvaneciendo… como ya lo vaticinó Marx: todo lo sólido se desvanece en el aire. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario