viernes, 12 de agosto de 2011

La espera.


Helena sintió el ladrido de los perros desde la cocina. Tiró el repasador sobre la mesa y se asomó a la ventana. Desde allí miró atentamente cómo el cartero depositaba el correo en el buzón. Esperó a que se fuera y salió al zaguán. Se aseguró, desde allí, que este se haya alejado y corrió al buzón. Tomó las cartas y entró corriendo a la casa. Cerró la puerta agitada y ansiosa. Las observó, las manoseó y las fue desechando una por una: cuenta de teléfono, la visa, publicidad sobre las elecciones, Direct tv… y aquella. La miró por unos minutos, dudosa de abrirla. Respiró hondo, tomó fuerzas y rompió el sobre sin pensarlo demasiado. “Es ahora”- pensó. Sacó la nota. El tiempo se detuvo por unos segundos. Se sentó en el suelo sin correr los ojos de las palabras y se ahogó en el inminente llanto. Respiraba con dificultad, le costaba, le dolía. Sentía la dureza del puntazo en el medio del estómago. Y del alma. La voz no le salía. Tal vez por el cierre de su garganta, tal vez porque no existían las palabras. Duro, fuerte, desgarrador. Imparable. Sentía tener tres años. Sentía llorar como aquellas veces, aquellos caprichos. Pero no. Sentía el resentimiento de algo que se acaba de romper, el polvo de la pared que se viene abajo. La impotencia de estar quieta. La bronca, la furia. La muerte de la fe. El adiós de la esperanza. La sensación de caerse lentamente en un pozo infinito y oscuro, sin poder hacer nada para evitarlo, sin visualizar la salida, esperando caer débilmente en lo más profundo de aquel agujero y poder salir a la luminosa superficie. Permaneció largas horas tendida en el suelo del living de su casa. Sola. Afuera comenzó a llover. Entonces ya no hubo más que hacer.

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