miércoles, 6 de abril de 2011

Pertenecer.

Caminaba sumamente derecho. En línea recta. Como siguiendo un eje del que no pudiera sobresalirse. Con la mirada perdida, sin importarle las personas o cualquier obstáculo que se le interfiriera. Sólo caminaba. En un momento se detuvo. Pensó hacía donde estaba yendo porque ya se le había olvidado, tardó unos minutos, y cuando lo recordó, siguió. Le pasaba eso seguido. Es que Fermín tenía tantas cosas en la cabeza que a veces perdía el eje -decía él- y tenía que tomarse un tiempo para recordar el sentido de las cosas, hacia donde caminar, cómo hacerlo, por qué. No le gustaba caminar sin saber a dónde iba.

Llegó a la estación y el colectivo ya estaba ahí, a punto de arrancar. Se colgó de la puerta, no porque estuviese apurado, sino que ya no aguantaba mas estar ahí. No aguantaba el olor nauseabundo de la carne entrando al frigorífico, el olor que tenía la gente que volvía del trabajo, el olor a animal muerto. Se quería ir cuanto antes. Además, ya había oscurecido y él era un poco paranoico con esas cosas de andar solo por la calle oscura.
La solapa del saco le quedó enganchada en la puerta, pero, por suerte, nadie se dio cuenta. La soltó como pudo y se sentó en el primer asiento que tuvo a su alcance, en esos que solamente entra una persona. Puso las manos en los bolsillos. Ya había llegado mayo, aunque eso no era garantía de nada -pensó- por como están las cosas ahora podría ser agosto y yo aun en bermudas.

Las luces del colectivo estaban encendidas, eso le daba un poco de sueño, se sentía cansado. Se limitó a escuchar algo de música. Pink Floyd le fue recorriendo poco a poco todo el cuerpo, mientras él miraba por la ventana, miraba, pero no veía nada. Los quince minutos que duraba el viaje se doblaron a treinta. A las siete de la tarde el colectivo suele tener esos retrasos. No le molestó. Hubiese preferido que dure cinco horas si fuese posible. Cuando estaba a tres cuadras se percató de que le dolía la pierna. Luego se dio cuenta que en realidad, le dolía todo el cuerpo. Por suerte el colectivo lo dejaba a una cuadra.
Se palpo los bolsillos como buscando las llaves, y las encontró. Subió por las escaleras del edificio. Cuatro pisos. Abrió la puerta, y Roco supo como recibirlo. Es entonces que sonrió. Aunque eso no cambió mucho. Tiró las llaves sobre la mesa y se sacó el pullover. Abrió la heladera y se detuvo un rato. Pensó que en realidad, no sentía hambre. Miró el reloj aún con la puerta de la heladera abierta, hasta que sintió frío, y se dio cuenta que la puerta seguía abierta. Entonces se decidió por calentar los fideos de la noche anterior que habían sobrado. Un tanto para él, y otro tanto para Roco.
Le acarició la cabeza y el perro camino a sus espaldas.Se sentó en el sillón, puso su plato en la mesa, y el de Roco en el suelo. Miró a su alrededor. Se sintió solo, cansado, incomprendido, y aunque no fuese así, nadie estaba ahí para demostrarle lo contrario.
Se acomodó sobre el sillón. Roco buscaba atención, pero él no estaba de ánimo. 
Prendió la televisión, sólo quería que pase el tiempo. Se quedó tildado y el noticiero se escuchaba de fondo. Siempre las mismas cosas, es increíble cómo algo es reemplazado por otra cosa, se enciman los temas, se dejan de lado los viejos por los nuevos – pensó – creo que eso pasa en todos los aspectos de la vida, una novedad, por otra mejor, alguien te interrumpe porque lo que tiene para contar es “mejor”, una remera nueva hace que la vieja no se use mas, apuesto a que si lees el diario de hace tres meses, Roco, el noventa por ciento de las noticias, no vas a saber que desenlace tuvieron- le dijo al perro como si este entendiera algo. 
Se frotó los ojos, prendió un faso, y fue hasta la habitación lentamente. Se sentó en la cama, luego se acostó mirando al techo. Recordó algunas de las conversaciones que había escuchado durante el día, recordó hipocresías, mediocridades, falsedades, intolerancia, impaciencia. 
Busco en el segundo cajón de la mesa de luz un cuaderno, estaba sin usar, nuevo. Al lado una birome color negra y se puso a escribir sin asco cualquier cosa que se le fuese cruzando por la cabeza, sin limitaciones, sólo lo que le surgía, se dejó fluir. 
Fermín pedía ayuda, sólo que nadie supo entenderlo.
Cuando terminó de escribir, la busco entre los cajones del placard, la tenía bien escondida, revolvió. Roco se asomó a la puerta del dormitorio, el detuvo su búsqueda, lo echó, y continuó. Cuando la tuvo en la mano la observo un largo tiempo, la tocó, sintió su textura.
Y se pegó un tiro.

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