sábado, 30 de abril de 2011

“Tal vez a nuestra muerte el alma emigre”.

                                                                                                           A Juan Pablo.



Tendrá usted que saber, antes de comenzar a leer este texto, que es necesario lo haga de manera ininterrumpida. Es decir que si a la mitad de camino le agarran ganas de hacer pis, se las aguanta. Si suena el teléfono, no lo atiende. Y si su mamá lo llama para comer, la hace esperar. No es que yo venga con pretensiones. No, claro. Lo que sucede realmente es que si usted no lee este texto de corrido, interrumpiría la concentración de Roberto. Y si Roberto pierde su atención, vaya a saber uno cuándo la volverá a encontrar. Dicho esto y avisado, haga usted lo que quiera. Ya lo sabe.
El martes por la tarde Eugenia esperaba el 37, como habitualmente lo hacía. Las Heras y Pueyrredón. Calor. Ruido. Cemento. Lo visualizó cuando ya estaba cerca (tiene serios problemas para ver bien de lejos). Escalón. Saludo. Maquina. $1,75. Y se sentó. Tal vez en el asiento que vio desocupado, tal vez en el asiento que creyó mejor para su comodidad, tal vez en el más cercano a una ventana, tal vez al que le daba el sol. Cómo sea, y sin detenernos en nimiedades, Eugenia estaba allí sentada: asiento trasero, lado derecho pegado a la ventana. Se dispuso, entonces, a escuchar música. La esperaba un viaje largo (¿o corto?). Verá, hay quienes dicen que la música te eleva el alma. Eugenia es una de ellas. No sé cómo, ni cuándo, ni por qué pero la música se fue convirtiendo, a lo largo de los años en –por no decir absolutamente toda- gran parte de su vida. Está en todos lados. En todo momento. Y cuando me refiero a que “no sé cuándo” lo digo en serio, ya que desde que tengo uso de conciencia, la música es para Eugenia, su columna vertebral. No concibe la vida si ella y aún más, de vez en cuando Roberto musicaliza momentos de su vida, así como en el cine, vio? que pasa tal cosa misteriosa y pum! ahí tenemos de fondo nomás la música “de suspenso” o alguna pareja se besa y zas! ahí tenemos la música “romántica”. Como si estuviera en el aire, como si esa música sonara de verdad cuando dos se besan o cuando ocurre algo misterioso. Lo cierto es que en la vida real eso no sucede, a menos que uno vaya escuchando música en todo momento. Pero bueno, de alguna manera esa costumbre genera algo en los espectadores, aunque no sé bien qué. Una amiga de Eugenia detesta las películas sin música, la ponen nerviosa –dice. Vaya uno a saber. Pero no nos desviemos del tema, decía que a veces Roberto se encarga de musicalizar momentos de la vida de Eugenia y esto es precisamente porque ella es una soñadora y a Roberto le encanta divagar, entonces, de tanto en tanto, cuando la música suena en la cabeza de Eugenia, Roberto se hace una fiesta de aquellas y le regala el mejor de sus delirios (según el estado de ánimo en el que esté, claro). Pero cuando la música se apaga, el viaje finaliza. El viaje de Roberto, no el de Eugenia. Eugenia apaga la música, cuando finaliza el viaje, que no es lo mismo. Entonces, y volviendo al tema en cuestión, Eugenia estaba allí, martes, calor, sol, febrero, colectivo, ruidos, personas… música. Apenas apretó el botón preciso: Roberto comenzó a volar por los cielos más altos, viajando por los paisajes más lindos, las historias más inciertas, más locas, más bárbaras, o simplemente recordando historias pasadas (¿pasadas?). Dejó que la música se infiltrara en cada rincón de su ser (Eugenia, no Roberto). Sentía cómo la atravesaba, cómo subía, cómo bajaba, cómo volvía a subir, cómo cubría cada grieta de su cuerpo, cómo se dejaba ver a través de su mirada, cómo se hacía carne en cada golpecito con el pie. Hasta que en un determinado momento, Eugenia comenzó a sentir la pesadez de llevar a cuestas semejante responsabilidad. Cargar con los delirios de Roberto no era fácil. Inútilmente intentó obligarlo a concentrarse en otra cosa: buscó en su bolso un libro: “Sobre héroes y tumbas” y leyó: “Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que ya nada tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño destino (tan pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que valientemente resistiría hasta el final, defendiendo aquella vida chiquita y humilde como desde una fortaleza diminuta), y entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta la cucha improvisada donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer, convirtiéndose en sentido de la existencia de aquel pobre bicho, algo más enigmático pero más poderoso que la filosofía parecería volverle a dar sentido a su propia existencia. Como dos desamparados en medio de la soledad que se acuestan juntos para darse mutuamente calor”. Fue entonces cuando, resignada ya de no poder escaparle a sus propios pensamientos y de, habiendo querido escapar de ellos sólo lograr acrecentarlos más, Eugenia concluyó en que el colectivo es su lugar favorito para que Roberto de un banquete. Y Roberto asintió con la cabeza.
Tiempo más tarde, sacudida ya de todo tipo de Roberteadas, Eugenia intentó contarle a Juan Pablo aquella anécdota en el colectivo. Pero fracasó: Roberto se escondió en los suburbios más inalcanzables de su ser y no se dejó ver sino hasta el día siguiente, cuando, en un viaje en el 37 y con Jorge Drexler de fondo Eugenia pensó ¡qué hermosos son los viajes en colectivo! y ahí nomás se le prendió la lamparita.

Pd: Le jugué una mala pasada a Roberto y en cuanto me dijo lo que había intentado recordar el martes por la noche, tomé una lapicera y un papel y anoté: Roberto-Colectivo-Reflexiona. No vaya a ser cosa que se me olvide de nuevo!.


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