domingo, 1 de mayo de 2011

Lo que me pasó por la cabeza un 26 de abril.


Existen días más existencialistas que otros. Ese es hoy. No sé bien en dónde radica la problemática que genera estas desigualdades. Pero que los hay, los hay. Es así como, mientras me llora el ojo derecho, me decido finalmente a escribir. Hace mucho no lo hago, eso es cierto, pero las ganas siempre están. También hace mucho que no pinto. No me gusta pasar demasiado tiempo sin hacerlo. Es una necesidad. Pero es un poco más complejo que solo hacerlo y ya. Si no, lo haría cada vez que quisiera, así como lo hago con el café con leche. Cada vez que tengo ganas de tomarme uno (léase: dos-tres veces al día) simplemente me limito a hacerlo. Sucede que con los pinceles no pasa lo mismo. Ojalá fuera así. Pero, pienso, podría serlo, si quisiera (quieroperonopuedo). Extensas listas de responsabilidades abruman, ahora, mi conciencia. Al punto de tener sueños un tanto avasallantes. Tema bastante peculiar, ese de los sueños, no? Interesante. Siempre me gustó soñar, y es otra de las cosas que hago cada vez que tengo ganas, sin limitaciones: dormida o despierta. Solo soñar. El colectivo, por ejemplo, es un lugar propicio para llevar a cabo esta acción. Sobre todo si voy sentada. Sobre todo si voy del lado de la ventana. Mi cabeza vuela y Roberto –mi conciencia- se divierte con los paisajes entrantes y salientes. Es allí donde se me ocurren las grandes ideas. Como este argumento, por ejemplo (aunque fue en el tren). Resulta que esos momentos –los viajes en transportes públicos- son en los que me encuentro más a solas, sin la necesidad de reproducir ninguna palabra, dejando volar mi imaginación, acompañada de una buena música, o en el mejor de los casos, algún libro. Son esos momentos en los que Roberto mejor se siente.
Cómo sea y volviendo al tema en cuestión: martes. Debía entregar un análisis de “Funes, el memorioso” ese cuento de Borges que cuenta la historia de un tal Funes, un tipo con una memoria implacable que estaba “mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj”. Funes era capaz de recordarlo todo, inclusive un día entero con tanta precisión que le llevaría un día hacerlo. ¿Cómo sería recordarlo todo? –pensé. Imagine que sin dudas sería algo copado. Pero a los pocos segundos esa idea se cayó y sostuve que no, que seguramente uno enloquecería en esas condiciones porque nunca podría perdonar, por ejemplo. Cómo sea, el análisis no podía contener mis apreciaciones personales en cuanto a cómo sería poder recordarlo todo, no era eso lo que el profesor indicaba. Sino, algo mucho más difícil. Había claros pasos a seguir, cuestiones qué respetar, consignas… cosas con las que nunca me llevé bien. No se me había caído una puta idea en todo el fin de semana, y ahí estaba: lunes a la noche intentando escribir algo lo más parecido a un análisis posible, para entregar al otro día. Terminé por dormirme a las cuatro de la mañana y me levanté a las nueve para imprimirlo e irme. Cinco horas puede ser un tiempo prudente para descansar. Pero a mí no me alcanza. Para nada. El martes tenía una energía dudosa y de poca duración. Cuando llegué a la clase me senté junto a la ventana. Es genial cuando encuentro ese asiento libre. El secreto está en llegar temprano. Y yo -pese a que había salido tarde- había logrado hacerlo. Antes de entrar converse con unos compañeros acerca de sus respectivos análisis, lo cual me hizo dudar bastante del mío. Pero me consoló la idea de que era la primera vez que hacía uno y no tenía por qué estar realizado a la perfección. Al fin y al cabo uno va a la facultad para aprender. Es inútil autoexigirse estar un paso más adelantado. La clase en sí resultó más interesante de lo que pensé. Es lindo cuando salís percibiendo que adquiriste nuevos conocimientos. Analizamos un texto de Walter Benjamin, un filósofo y crítico literario alemán de tendencia marxista, estrecho colaborador de la Escuela de Frankfurt. Se llamaba “El autor como productor”. Y también otro de Theodor Adorno, un filósofo también alemán que también formó parte de la Escuela de Frankfurt. Se llamaba “el artista como lugarteniente”. Por supuesto, ambos escribían sobre el arte. Pero en algo se diferenciaban: Benjamin hacía una lectura crítica y política. No defendía la autonomía en el arte. Creía en el arte como un arma social revolucionaria imprescindible. La cual debería llegar a todos lados, aún si eso significaba sacrificar un poco el “aura” de ese arte. Es decir, si para que una música llegue a todo el mundo, hay que grabarla en cd, bueno… ¡bienvenido sea! aunque la verdadera apreciación de la música es en vivo y en directo. Adorno, por otro lado, entendía perfectamente la postura de Benjamin pero el sí defendía la autonomía, no estaba dispuesto a sacrificar el aura. Era un tanto más elitista y prefería que el arte no llegue a todos, antes de que esta se “ensucie”. Le parecía buena la postura de Benjamin pero sostenía que la manera para que el arte sea revolucionaria no era dando marcha atrás y disminuyendo su aura, sino llevando eso a las últimas consecuencias.  Ya que a menos aura, había más fuerza de exhibición pero a la vez, menos valor cultural, entonces no tenía sentido. Yo comprendía los dos puntos de vista. Es un poco raro cuando compartís lo que dicen los dos autores, aun cuando estos son contrarios. Pero creo que este tema es así de ambiguo. Hace unos años yo había escrito un texto en el que defendía fervientemente que el arte debería ser más barato, para que así pueda tener cualquier persona acceso a ella. El teatro, en sus principios griegos, funcionaba como catarsis. Los griegos acuñaron ese término para referirse  a la purificación que se produce en el espectador de una obra de teatro cuando éste se identifica con los personajes y transita por las mismas emociones que están viviendo sobre la escena. Catarsis (katharsis, en griego) era un término médico que quería decir purga. Es una palabra descrita en la definición de tragedia en la Poética de Aristóteles como purificación emocional, corporal, mental y religiosa. Mediante la experiencia de la compasión y el miedo, los espectadores de la tragedia experimentarían la purificación del alma de esas pasiones.
Según Aristóteles, la catarsis es la facultad de la tragedia de redimir (o "purificar") al espectador de sus propias bajas pasiones, al verlas proyectadas en los personajes de la obra, y al permitirle ver el castigo merecido e inevitable de éstas; pero sin experimentar dicho castigo él mismo. Al involucrarse en la trama, la audiencia puede experimentar dichas pasiones junto con los personajes, pero sin temor a sufrir sus verdaderos efectos. De modo que, después de presenciar la obra teatral, se entenderá mejor a sí mismo, y no repetirá la cadena de decisiones que llevaron a los personajes a su fatídico final. Es así como yo sostenía que arte debería ser más accesible a todos, para permitirle a cualquier miembro de la sociedad poder realizar esa catarsis que lo deje bien tranquilo y evitar así problemáticas banales que vivimos en las calle todos los días. Bien, esto podría coincidir, a grandes rasgos, con lo que decía Benjamin. Pero por otro lado entiendo la parte en la que Adorno habla de “llevarlo hasta las últimas consecuencias”. A mí me pasa cuando me agarra el bajón. Una vez que estas sumergido en esa melancolía imparable, no te queda otra que acrecentarla con cualquier tipo de agente externo. Yo lo hago escuchando Radiohead, por ejemplo. Así llevo el bajón hasta lo más profundo, y funciona, porque una vez que tocaste fondo, no te queda otra que subir.
En fin, todo esto se me pasaba por la cabeza cuando mi profesor hablaba de Bejamin y Adorno, con esa actitud tan peculiar que tiene. Barba, camisa, bandolera y cierto desorden en el habla que me genera la necesidad de prestarle atención todo el tiempo.
Finalizada la clase me quedé por ahí hablando con Flor, elaborando teorías, tomando mates y riéndonos. Después nos tomamos línea A. Hicimos combinación con la C, que a esa hora (seis de la tarde) es imposible viajar cómodamente. Es increíble el fenómeno del subte. Entra gente todo el tiempo y se incorpora a esa masa hormonal de calor y malos olores. Constitución. En el tren viajamos mejor. Me gusta viajar en tren. Bah, como dije antes, me gusta viajar. En cualquiera transporte. Pero cuando lo hago cómoda, no como con la línea C. Cuando llegué a Lanus tenía la cabeza abombada. Llena de preguntas que no concluían en ninguna respuesta coherente. Por eso empecé diciendo que este día fue de lo más existencialista. Haber dormido cinco horas, haber viajado incómoda… me sumergían en un fastidio inminente que sólo me llevaba a cuestionarme el sentido de la rutina, una y otra vez. Las dudas siempre tienen un efecto dominó. Cuando dudas de una cosa, por lo general, se te despiertan dudas en cuanto a otras y así sucesivamente hasta que se genera una red de incertidumbres inabarcable que solo se soluciona yéndote a dormir. Pensé que esto sólo se había generado por mis pocas horas de sueño y decidí no dejar que eso vuelva a suceder. Digamos, no permitir que algo como la facultad me aleje de la cama (?). Sí, gran conclusión. Lo cierto es que no querría que una instancia académica, por ser vista con la importancia con la que es vista, me aleje de mi verdadero objetivo que es ser actriz. Es decir, yo quiero vivir del teatro y no querría que por estudiar una carrera universitaria, perdiera eso de vista y el teatro quede ligado a una segunda instancia y disminuido a un simple hobbie. Entonces decidí tomarme la carrera con la mayor tranquilidad posible. Que si no llego a leer un texto, bueno, mala suerte. Let it be. Lo hago como algo más en mi vida, como estudiar canto, pintura o ir a la psicóloga. Tranquilita. Pero es así, la rutina te come cada vez más y entonces se generan estos días existencialistas y la canción de Charly tiene mucho sentido: una parte de mi dice stop.
Rara vez esta vida tiene sentido. Pero qué linda es.

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